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Dami

Dami Damián tenía 21 años. Rubio, pequeño, larguirucho pero sin ser largo, espigado sin llegar a parecer una espiga. Con los ojos más vivos que nadie podía tener. Inteligente y listo. De esos que dicen las abuelas que se podrían ganar la vida vendiendo televisores en un país de ciegos. Nieto de un afamado actor de otras épocas e hijo dudoso de un marinero argentino que decidió dejar a su vástago olvidado en el vientre de una mujer con problemas. Criado en un ambiente poco probable en una sociedad como la nuestra, en la que el consumo estaba enraizado, pero en la que la propia palabra sociedad carecía de fundamento. Experimento frustrado de responsabilidad. Desde niño había estado siendo educado por sus dos tías alcohólicas y con brotes psicóticos, lejos de su madre, dedicada en cuerpo y alma a su profesión de maquilladora de grandes producciones cinematográficas. Su abuela, la única con la cabeza sobre los hombros, había perdido la visión poco a poco y en aquel momento, a pesar de su lucidez, apenas si veía sombras sin color. Sombras que se acercaban a su monedero y arramplaban con lo que podían. El propio Damián tenía por obligación cuidar a su hermano pequeño, de dos añitos, mientras su madre iba y venía. Difícil. Muy difícil. Su casa cerca de El Escorial colmaba las ansias de niño. Allí los veranos trataban de devolver el espíritu de Peter Pan a una vida demasiado complicada. Demasiado espinosa para un crío de 15 años. Un chaval que debiera estar preocupado por dar su primer beso con lengua, por descubrir los colores de la música, por salir, por divertirse. Un chaval que en lugar de eso había aprendido el modo de rebajar el precio del costo comprándoselo a su vecinos marroquíes del Barrio del Pilar. Un niño con cara de matón a pesar de unos ojos que decían lo contrario. Un niño con alma de película de Scorcesse, pero por obligación. No era un Ray Liotta deseando pertenecer al mundo del hampa. Él lo que quería era jugar al fútbol y mirarle las tetas a la socorrista en la piscina. Como los demás.

Las andanzas de Damián en El Escorial no eran más que travesuras de chaval venido a más. No era un delincuente. Quién es capaz de juzgar al mismo demonio. Believe that life can change that you're not stuck in vain. No se te golpea en vano. Como aquel día en el que metió higos en el tubo de escape del novio de la tía que le gustaba a Fernando. Sin más. Él se lo merecía. Cómo podía ser capaz de venir a darse el palo a veinte metros del corazón roto de su amigo. Justicia poética. El coche no arrancó. Dos meses después, la chica había dejado a aquel conductor frustrado, dieciocho recién cumplidos, coche de papá, y le comía los labios al compañero de fatigas, que recuperaba su pecho poco a poco. Ese era Damián. El mismo Damián que volvía a Madrid acabado el verano y se escapaba del internado alemán en el que su madre había depositado las confianzas. Difícil. Muy difícil. Damián vendía el costo cerca de la Vaguada. Al norte de Madrid. Los gitanos de la zona le respetaban, pero no le temían. Empezó a cambiar sus hábitos. Pero llegaba el verano salvador y Damián tenía que volver a empezar de cero. Su conducta de mafioso se quedaba envuelta en el pliego de la cicatriz que tenía al lado de la ceja de montar en bici y se volvía el chaval que realmente tenía que ser. Marcaba goles con el equipo de la urbanización (tenía una zurda que recordaba al mejor Martín Vázquez) y trataba de ligar sin éxito. Cazaba grillos para meterlos en el escote de su vecina tirándolos desde la ventana (cómo chillaba), coleccionaba plumas y trataba de aprender a tocar la guitarra. Le gustaban los Chichos. Siempre iba con la canción del Vaquilla en los labios. Él nació, libre como el viento... Adoraba la letra de ese tema. La historia de un chaval que había aprendido a robar como medio de vida y que repartía lo que hurtaba con sus compañeros. Una especie de Robin Hood de los suburbios madrileños. Pero es más fácil irse que ser dejado atrás. Y así le pasó a Damián. La gente fue creciendo, porque tenía el doble de tiempo para madurar sus vidas, no sólo el verano para gastar en tonterías infantiles. Y la gente se fue yendo. Su madre falleció cuando él tenía 19 años. Una enfermedad pulmonar.
Él no sabía lo que estaba haciendo ya en esa época. Dos correccionales y el paso por un reformatorio le habían dado más contactos en el mundo de la droga. Se equivocó de cliente. Él siempre decía que vendía la mejor. Eso era lo que le decían los colombianos que le servían la cocaína. El hachís seguía trayéndolo de la manera más tradicional. Bajaba a Lavapiés y compartía ganancias con dos marroquíes. Lo subía a su barrio, mucho más al norte, y allí lo distribuía. Era sencillo. Mucha gente le conocía. Era un camello de fiar. Lo de los colombianos era otra cosa. Dos tipos trajeados le metieron un día en una furgoneta gris y le dijeron que ya no podía vender allí. Que era una zona que les gustaba y que se la cogían para su distribución. Damián amenazó con sus amigos gitanos. Los colombianos sacaron dos pistolas que parecieron del tamaño de dos sauces a la vista del chaval. Sólo una posibilidad: trabajar para ellos vendiendo su mercancía. Damián aceptó. Pensaba que con 21 años era tarde para empezar una nueva vida. Con la que llevaba podía seguir pagándose la gasolina de su scooter y las camisas de marca. Le sobraba para mantener la casa. Y solía invitar a los colegas, porque pensaba que ellos lo harían de la misma manera si tuvieran la posibilidad. El dinero es de todos, es como la energía. Y hay que compartirlo. Esa era la premisa.
Los colombianos le comentaron el trato. Le dejaban la mercancía muy barata. Sacaba casi el 40% de cada gramo. A Damián no le quedó otra y aceptó. Pero la cosa se puso fea, porque los corbatas de la furgoneta habían contratado a otros miles de críos de aquellos que venden pastillas en las noches de discoteca. El mercado se había puesto más difícil que nunca. Incluso sus clientes habituales venían menos.
Un día vendió menos de lo que le hacía falta para sufragar el coste de lo que tenía que pagar. Dos días después sus ojos miraban al cielo a través de un plástico. Esos ojos que se habían puesto bizcos de mirar tetas. Esos ojos que no se apartaban del balón de fútbol en el miserable campo de tierra de la urbanización. Esos ojos enrojecidos de frotarse cuando iba a buscar moras. Esos ojos que habían visto más cosas con 22 años que cualquiera. Esos ojos ahora yacían muertos. Su cuerpecillo desnudo estaba tendido en un descampado con un disparo en la nuca y otro en el brazo. No le mataron allí. Pero allí esperaba la llegada de la policía. Mirando al cielo.

1 comentario

Frank Einstein -

Muy duro. Mi más sentido pésame, Sergito. Siempre duele ver irse a un amigo, sobre todo a estas edades.
Muy bien escrito, por cierto. Seguro que a él le encantaría.